EL MITO DE EDIPO (versión de Robert Graves)
Layo, hijo de Lábdaco, se casó con Yocasta, y gobernó Tebas. Apenado
porque al cabo de mucho tiempo todavía no había tenido hijos, consultó
secretamente al oráculo de Delfos, el cual le informó que esto para él
representaba una bendición, ya que cualquier hijo que naciera de Yocasta se convertiría
en un asesino. Por consiguiente repudió a Yocasta, sin darle ninguna
explicación por la decisión tomada, cosa que la irritó hasta tal punto que,
después de haberlo emborrachado, consiguió mañosamente que volviera a sus
brazos en cuanto hubo anochecido. Cuando, nueve meses más tarde, Yocasta dio a
luz un niño, Layo lo arrebató de los brazos de la niñera, le agujereó los pies
con un clavo y, después de atárselos, lo dejó abandonado en el monte Citerón.
Sin embargo, las Parcas habían decretado que este niño alcanzaría
una vigorosa vejez. Un pastor corintio lo encontró, le puso por nombre Edipo,
porque tenía los pies deformados por la herida del clavo, y se lo llevó a
Corinto. Allí reinaba por aquel entonces el rey Pólibo y como no tenía hijos,
se alegró de poder criar, a Edipo como si fuera un hijo propio.
Un día en que un joven corintio se burló de él diciendo que no
se parecía en lo más mínimo a sus supuestos padres, Edipo fue a preguntar al
oráculo délfico cuál era el futuro que le aguardaba.
—¡Aléjate, desgraciado! —exclamó la pitonisa con repugnancia—. ¡Matarás
a tu padre y te casarás con tu madre!
Puesto que Edipo amaba a Pólibo y a Peribea, su reina, decidió
inmediatamente no regresar a Corinto. Pero en el angosto desfiladero entre
Delfos y Dáulide quiso el azar que se encontrara con Layo, quien le ordenó
bruscamente que se apartara del camino para dejar paso a sus superiores. Layo
viajaba en carro y Edipo iba a pie. Edipo replicó que únicamente reconocía como
superiores a los dioses y a sus
propios padres.
—¡Tanto peor para ti! —exclamó Layo y ordenó a su auriga
Polifontes que siguiera adelante. Una de las ruedas magulló el pie de Edipo y
llevado por la cólera, dio muerte a Polifontes con su lanza. Luego arrojó a
Layo a la carretera donde cayó enredado en las riendas, y arreó a latigazos a
las caballerías, haciéndolo morir arrastrado. El rey de Plateas tuvo que
enterrar ambos cuerpos.
Layo se estaba dirigiendo al oráculo, para preguntar qué debía
hacer para librar a Tebas de la Esfinge. Este monstruo, con cabeza de mujer,
cuerpo de león, cola de serpiente y alas de águila, había volado hasta Tebas
desde el punto más lejano de Etiopía. Hera la había enviado recientemente para
castigar la ciudad de Tebas porque Layo había raptado al niño Crisipo. Habiéndose
establecido cerca de la ciudad, la Esfinge proponía a todos los caminantes
tebanos este acertijo que le habían enseñado las Tres Musas:
—¿Cuál es el ser, con una sola voz, que tiene a veces dos pies,
otras tres, otras cuatro, y que es más débil cuantos más tiene?
A los que no podían adivinar el acertijo los estrangulaba y
devoraba en el acto.
Cuando Edipo se aproximaba a Tebas, adivinó la respuesta.
—El hombre —dijo— porque anda a gatas cuando es pequeño, se mantiene
firme sobre sus dos pies en su juventud, y se apoya en un bastón en la vejez.
Sintiéndose humillada, la Esfinge saltó del monte Ficio,
estrellándose contra el suelo del valle. En vista de esto los tebanos lo
aclamaron rey, y se casó con Yocasta, sin saber que era su madre.
Entonces cayó una peste sobre Tebas, y el oráculo délfico, al
ser nuevamente consultado, respondió:
—¡Expulsad al asesino de Layo!
Edipo, que ignoraba con quién se había encontrado en el
desfiladero, maldijo públicamente al asesino de Layo y lo sentenció al exilio.
El ciego Tiresias, el más célebre adivino de Grecia en aquellos
tiempos, exigió entonces entrevistarse con Edipo. Algunos dicen que en cierta
ocasión, en el monte Cilene, Tiresias había visto a dos serpientes cuando se
estaban copulando. Al atacarlo las dos serpientes, él las golpeó con su bastón,
matando a la hembra. Inmediatamente Tiresias fue transformado en mujer y llegó
a ser una famosa ramera; pero siete años más tarde acertó a ver la misma escena
en el mismo lugar, y en esta ocasión recobró su virilidad dando muerte a la
serpiente macho.
Cierta vez Hera reprochó a Zeus por sus múltiples infidelidades.
Él las defendió sosteniendo que, de todos modos, cuando compartía el lecho con
ella, ella pasaba un rato muchísimo más agradable, pues obtenía infinitamente
más placer del acto sexual que él.
—¡Qué tonterías! —exclamó Hera.
Tiresias, que fue llamado para poner fin a la discusión
basándose en su experiencia personal, respondió:
Si el placer
del amor en diez partes dividía
Tres por
tres a las mujeres, una a los hombres daría.
Hera estaba tan exasperada por la sonrisa triunfal de Zeus, que
cegó a Tiresias; pero Zeus lo compensó con visión interna, y con una vida
extendida a siete generaciones.
En aquella ocasión Tiresias se presentó en la corte de Edipo, y
reveló a éste la voluntad de los dioses: que cesaría la peste sólo si un Hombre
Sembrado muriera por la ciudad. El padre de Yocasta, Meneceo, uno de los que
habían surgido de la tierra cuando Cadmo sembró los dientes de la serpiente, se
arrojó inmediatamente desde lo alto de las murallas.
Tiresias entonces siguió anunciando: Ahora cesará la peste. Pero
los dioses habían pensado en otra persona, en alguien que ha matado a su padre
y se ha casado con su madre. Sabed, reina Yocasta, ¡que se trata de vuestro
esposo Edipo!
Al principio, nadie quiso creer a Tiresias, pero pronto sus
palabras quedaron confirmadas por una carta enviada por Peribea desde Corinto.
Escribió diciendo que la súbita muerte del rey Pólibo le permitía ahora revelar
las circunstancias de la adopción de Edipo. Yocasta, llena de vergüenza y
dolor, se ahorcó, mientras que Edipo se cegó con un alfiler que sacó de su
vestido.
Algunos dicen que Creonte, el hermano de Edipo, lo expulsó y que
éste, después de vagar durante muchos años de país en país, guiado por su fiel
hija Antígona, llegó finalmente a Colono, en Ática.
Las Erinias, que tienen allí una arboleda, le dieron caza hasta
matarlo, y Teseo enterró su cuerpo en el recinto de los Solemnes, en Atenas,
llorándolo al lado de Antígona.